22 dic 2006

Noche Nuestra


Idea fija. Cuántos centímetros de más de órgano sexual tendrá ese hombre para inocularte de ese sueño empapado que ansiaste y no te pude dispensar. Aún recuerdo la noche en que en ese lugar donde solo sonaban boleros y mi voz encabritada tratando de rasguñarte en desvaríos, fue interrumpida por ese negro imponente con aroma de hombre que te invitó a bailar.

Reíste, no de placer por supuesto, ante mi desmedida acometida de tomarte la mano y dirigirla a la ridiculez que tengo entre las piernas; a esa mueca del destino, a esa muestra de la crueldad del Señor y a su búsqueda por encontrar un payaso celestial que le haga distensionar ese aburrimiento colgado de eternidad. Simultáneamente, te tomé la otra mano dirigiéndola a esa asta de aquél hombre que sólo buscaba bailar contigo una pieza, a esa proyección de tus deseos, tan larga y ancha como tu sonrisa. Mirándote fijamente a los ojos, en ese segundo donde todos los instantes se volcaron sobre los dientes marinos y brillantes del otro, un par de lágrimas se escaparon de este par de piedras que cargo por ojos y te dije adiós.

Martes. martes aburrido, martes en que defraudo al creador. Noche para prepararme porque pienso atravesarla con los párpados bien abiertos, con el falo erecto cual planta maltrecha alumbrando al bombillo ciego de mi recámara, como un faro en mitad de este océano embravecido. Entonces emerges tú, pegada a ese morocho fuerte, rozando ese pubis suyo, empezando con esos pequeños gemidos tímidos que apenas si musitan vocales, desgarrándote en el paroxismo.

Te aferras a él, empiezas a depositar besos en ese pecho camerunés de león salvaje, desciendes por ese colosal cuerpo africano, poseída macabramente de una coreografía estupenda; con fruición tomas su miembro con tus manos llenas de ternura y estiras la lengua hasta que la punta de ella alcance el pico sublime de ese grandioso pene.

Te encandilas con su solicitud de más besos, depositas toda esa masa carnosa, fría y dura en tu boca, en esa que alguna vez pude besar por error tuyo; entretanto, desciende una amenaza febril por tu garganta. Estas dispuesta a olvidar todo vestigio de pudor, apartas tu boca de ese objeto novedoso que tocaste aquella noche nuestra y que fue la puerta para anularme por completo de la lista de tus días.

Acto seguido, con tu palma derecha, comienzas a masajearle la punta como él te lo solicita mientras le guiñas el ojo, por un momento tu instinto recobra la ternura, como la que tiene un niño que juega con un yo-yo y sin más ni más, paseas tu lengua en sus prominentes testículos de cebú. El grita, aprieta tu cabecita con una fuerza de millones de años de gestación, la que le legaron los primeros australopitecus afarensis. Inmediatamente, él te hace incorporar, sus besos bombardean la piel que envuelve tu garganta, le pides que descienda, que te bese por completo los senos; no esperas una forma específica de ejecución a tu solicitud porque estas sobresegura que él sabe cómo dirigir esa lengua, pese a ello con sorpresa aullas cuando levemente mordisquea con maestría inusitada tus pezones.

Repentinamente, él se abalanza sobre la geografía de tu cuerpo, clava su espinosa barbilla sobre tu Monte de Venus —el Gólgota que nunca ascendí —, lo cual te encanta como un ataque furtivo, entonces abre las comisuras de esos labios húmedos y estira tanto su lengua que mueve tu clítoris como un boxeador lo hace con la pera con que entrena.

No soportas más espera. Con una fuerza superior a la que él te infligió, le ruegas que introduzca su magnífico órgano nacido en Yoaundé en tu hambrienta cueva. Sin preaviso, una orca asesina estremece hasta tus riñones ávidos de placer y es ahí, con ese furioso movimiento, con ese golpeteo de su piel contra la tuya, cada vez más frenético, en que te convierte en un grito humanado, aprietas tus exquisitas nalgas como una tumba, mientras le ruegas que te injurie, te convierta en nada más que una ramera a la cual él castiga con ese hermoso látigo, inspirándote una amenazadora dulzura hasta cerrar tus ojos.

Tomas su mano derecha, equivalente a tres de las tuyas, la conduces a tu boca, besándole las yemas de los dedos, humedecidas aun con tu himen — o lo que quedó de él — e imitas con tu lengua el movimiento que él realizó con tu clítoris. Posteriormente, intentas arquearte y en algo logras conjurar el peso de ese titán que se cierne sobre tu cuerpo; le suplicas que te tome desde atrás, que quieres ser una perrita, que estás dispuesta a ser su Pincher miniatura, tan minúscula como este maní mío que rozo con mi mano, mientras evoco el estertor pélvico que dispensa a tus posaderas simulando un aplauso.

El abarca con violencia tus intoxicantes caderas. Presientes que el líquido de tus sueños se aproxima y sé que el jugo de mi pesadilla también asoma su cara en la soledad de esta habitación. Te volteas con parsimonia, pones tu rostro a la altura precisa de la descomunal causa eficiente de tus aullidos, lo agitas con tu mano como si estuvieras a punto de lanzar los dados con los que te juegas la vida, abres la boca, exhalas un lentísimo suspiro, sobre tus labios cae la tibieza que tanto esperabas; sobre mis manos cae como un yunque esa gota helada hecha un todo de lágrimas.

Sé que la eternidad, que Dios se distrajo un poco, disfruta tanto como tú: El anhelando que los corazones de mi estirpe franqueen las catacumbas de los tiempos; tú borrándome como una mala palabra escrita con lápiz, como un gesto de borracho, deseando el retorno de aquél inmenso ejemplar mientras olvidas el cansancio, abandonando tu cabeza en su pecho, pareciendo ahora unos hermanitos, juntando el aislamiento al que se han sometido en este mundo.

Yo también soy su hermano, ese pariente tendido boca abajo sobre el gélido colchón de su lecho, ése que disfruta y se completa con la amargura de haber querido ser aquél moreno, ese que sabe que la luz de tus ojos se erige como una cruz en la cual jamás seré clavado.

AsZeta

2 comentarios:

Addiction Kerberos dijo...

Una polilla que revolotea en cuartos ajenos para encontrarse consigo misma en ese extraño misticismo de la negación erótica. Cuando la mujer amada sucumbe al placer de esa imponente verga del otro hombre que le brinda todo el sexo que en verdad merece, en cierto sentido su placer termina siendo el mismo dolor que el de nosotros en nuestras eyaculaciones solitarias más modestas: el orgasmo suyo la hace olvidar de sí misma en el momento mismo en que nuestro semen tímido se expulsa al nombrar su ausencia. Y cuántas vergas ajenas no quedan más en esta vida que la hagan olvidar de sí misma? Y cuántas noches más no quedan en esta vida que nos hagan recordarla? Un grito tan semejante que asusta: ese grito de desesperación placentera que le brinda el otro con el grito propio que emerge angustioso de las tinieblas. Es una misma soledad, la de ella y la mía. Es un mismo vacío, como el mismo Dios que se resiste a reflejar en algún espejo. Un amor incondicional que va más allá de la muerte. Un alma en pena que se vuelve polilla revolotéando cuartos de motel ajenos con la esperanza de encontrar su nombre en los gritos de su mujer amada. Pero que en vez de eso encuentre en el sudor del negro que la clava un trozo de cristal de sus lágrimas de insecto.

El texto me tocó sinceramente. A un punto absurdo en que no podía contener el llanto o diferenciarlo de la risa. Los gráficos sólo hacían que el ambiente del texto fuera más imposible. Ahora entiendo el nombre de Cisterna Rota: justo en el momento en que queremos botar toda la mierda, encontramos que es imposible escapar de nosotros mismos.Y como podría decir el hombre que pone la mano de la amada en la trola de ese otro simpático y bien-dotado moreno: Aquí sólo sobra uno.

Unknown dijo...

Exhausto en el borde de la cama con la luz decadente de una lámpara enfermiza. Así permanece colmado de abatimiento el hombre de esa noche que lo fue todo, menos suya, y que a la vez fue la sombra de la más tenebrosa eternidad que jamás le haya pertenecido; precisamente porque le fue ajena: fue otorgado a otro el placer inalcanzable cargado de ira lujuriosa, que culmina en el frío de una desolación perpetua en el cuarto del infeliz anónimo consagrado a su propia decepción.

Pareciera que no existe otro mástil del cual agarrarse en medio del naufragio que arrasa con los sueños más venerados —uno, tan solo uno de esas quimeras es Ella que ahora se despierta en otros brazos después de haberla visto partir, como era de esperarse.

Desde este instante —me tomo el atrevimiento de asegurarlo—, el Hombre de esta historia será usted señor Oficinista, lector, escritor, periodista, científico, profesor, profeta, músico o sacerdote por resignación; usted, simplemente titular aspirante de sueños efímeros.

De igual modo consagraré al Yo trémulo de mi interior, a ti, a Él, a Nosotros, a Vosotros, y a Ellos... Así se ensancha el círculo desencadenado del sin sabor y de la incertidumbre en derroche, por aquellas noches que serán ajenas, que crujirán por otros, mientras el cuarto se torna cada vez más helado y el ruido de una cisterna rota vomita colapsos infinitos de desilusión y de tristeza.

Señores de “Cisterna Rota”, muchas gracias.

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