27 ene 2009

Padre

Le metieron una moneda en la vagina. “Eso le pasa por haberla metido de puta”, me dijo el comandante cuando cerró la puerta de la casa. Ella lloraba y me pidió auxilio, como lo hizo cuando la tuve que llevar por primera vez a Picolín para que la admitieran en el grupo de chicas que se ofrecían como vírgenes.
Mi hija ya había tenido que soportar la introducción forzosa de dedos ajenos mucho antes de la llegada del escuadrón armado. Cuando cumplió los trece años le dije “Vámonos al pueblo, que te tengo una sorpresa” y efectivamente se sorprendió. Nunca le prometí que iba a ser una buena sorpresa. No me gusta prometer cosas que no cumplo. Argemiro, el dueño de la casa, me llevó con él a su cuarto y la desnudó, parada aún, el viejo le separó las piernas e introdujo un par de sus dedos; cuando los sacó, estaban empapados de sangre, “Es virgen, sálgase que conmigo no cuenta”, me ordenó. Escuché tras la puerta los chillidos de mi hija, quien salió temblorosa y no me permitió que le tocara un solo pelo.
A partir del otro día ella ya comenzaba a cotizarse y bastaron un par de meses para que de nuevo me hablara. Nunca me pidió una explicación por aquella sorpresa, simplemente llegaba en las madrugadas a dormitar un poco y a dejar una estela de perfume, aceite para bebé y alcohol por toda la casa. Ignoro si este es el momento para las explicaciones, igual, no las tengo, sólo puedo acudir a eso que llaman destino; su madre trabajaba en lo mismo y desde que se mató poco después de parirla, fui yo el que tuvo que dedicarse a vender helados en la plaza del pueblo. Nunca me alcanzó el dinero; debíamos compartir las porciones de comida y soportar los rugidos estomacales que nos interrumpían esos sueños con inanición en las noches.
¡Tantos años tuve que esperar a que ella creciera! Aún recuerdo cuando advertí que su pecho comenzó pronunciarse; eran dos limoncitos como los que agarraba de las fincas vecinas para poder rociar con algo de sabor esa crema blanca y fría que vendía con el nombre de helado.
Alguna vez ella me preguntó, cuando aún era una niña y me acompañaba a trabajar en las tardes calurosas que castigaban a la plaza, la razón por la cual ella había venido al mundo. No pude contestarle que ella era la cuenta de cobro que me había dejado Argemiro por haberle embarazado a la mujer más cara con la que contaba.
No odio a mi hija pero tampoco la amo. Simplemente dejo que ella discurra, que siga siendo una prolongación de su madre. En un tiempo creí que me podría enamorar de ella, escarbaba entre sus gestos alguno que me recordara a la mujer con quien la concebí. Intenté enamorarme; en muchas noches que mediaron entre el primer brote de su pecho y la llegada a Picolín, la tocaba sin que mi cuerpo reaccionara.
Parecía estar a gusto en su trabajo. Le decía a Argemiro abuelito y solía dar paseos en la plaza donde me pedían un par de helados y conversaban conmigo. No pude dejar mi trabajo, a ella no le alcanzaba el dinero para mantenerme, y pese a que las articulaciones me dolieran, debía seguir tocando las campanitas que tenía mi carrito como suplicando que no me dejaran morir de hambre. “Ese fue su problema papá; usted se acostumbró a rogar y por eso nunca tuvo nada… yo tampoco soy suya”, me dijo la noche en que llegó el escuadrón como si eso fuera un presagio.
Fue un domingo, y ella descansaba retozando en la hamaca que había colgado en la cocina porque me decía que cuando dormía a mi lado tenía unas pesadillas que ni siquiera se cortaban al despertar y verme.
El comandante nos saludó con afabilidad y me preguntó si yo era yo y mi hija era mi hija. No pude negarle nada, me amordazó y con su arma apuntándome en la espalda me condujo hasta la plaza del pueblo, la cual estaba infestada de más hombres bajo sus órdenes y el canto de grillos que auguraban la continuidad del mundo. Argemiro estaba amarrado a una silla. De repente, uno de los subalternos del comandante encendió una motosierra y comenzó a cortar todas las extremidades del viejo dueño de Picolín, hasta que quedó sólo un tronco sobre la silla.
Luego me devolvieron a mi casa y me obligaron a ver cómo insertaban la moneda en el cuerpo de mi hija. Ella no gritó. “Si quiere plata, ahí tiene su alcancía”, decía el comandante mientras forcejeaba con las piernas de mi hija. Ahora espero que eso sea cierto porque me despedazaron el carrito de helados.

Aszeta

1 comentario:

Addiction Kerberos dijo...

El canto de los grillos inermes a lo que pasa en el mundo de los humanos. Lovecraft decidió poner al autor de sus horrores fantásticos el malsano nombre de Al Azif: Azif, se sabe, como el canto de los grillos en las noches. As Zeta no requiere acudir a la fantasía para hallar el horror a la vuelta de la esquina que, sin embargo, parecen dar cuenta de la otra realidad, la doble, en que los sueños humanos perduran como un anhelo de cumplir el amor y el sosiego.

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