27 may 2008

“En esta ciudad todos son muy guapos”, ella te lo dijo reafirmando tu aseveración, justo cuando ya se iban abrazando en el tren. Sabías que ella no era más que sus restos, que había salido con un par de tipos bonitos que la descerrajaron. Así mismo tenías claro que volvería a incurrir en el encuentro con alguno de esos hermosos muchachos que deambulaban alumbrando las calles con sus ojos claros, apenas se sintiera reconfortada.
Trataste de besarla una vez más, y ella puso las palmas de sus manos sobre tu pecho flaco, y te separó lo suficiente para decirte que tenía un poco de sueño y quería recostarse en tu hombro mucho más escuálido que el de un ciervo recién nacido.
Dejaste que ella apoyara su cara y no la abrazaste, pegaste tus brazos largos al tronco tuyo y miraste pasar las estaciones. ¿En qué momento habías decidido partir a la ciudad aterida de muchachos y muchachas guapos? Si ni siquiera podías hacer algo en la tuya, cómo habrían de cambiar las perspectivas en medio de tanto hombre atractivo, de tantos cuerpos que te hacían sentir una famélica bestia que aguardaba a que el enorme depredador dejara algunos resquicios que tu pudieras engullir; esos restos eran suficientes para dejarte herido, a punto de la aniquilación; cada hueso que roías te lastimaba más tu boca, y sangrabas, sangrabas esperando languidecer sin que nada más ocurriera y tuvieras que volver tras los matorrales para aguardar, aunque tú no lo quisieras, otro ataque y otras sobras que te lastimaran.
Las estaciones pasaban y subían y bajaban cientos de hermosos ejemplares, quizá miles de espectros que te convidaban a ser indiferente contigo mismo, a reforzar tu convicción de que ella se sentiría mejor y te dejaría de nuevo en el estado tuyo de soledad, de andar al acecho, con la esperanza de encontrar alguien que no te despedazara.
Recordaste las alusiones que te hizo el compañero marica que vivía en el departamento contigo: “Acá son muy lindos, además la forma en cómo cogen es sucia, te hacen sentir puerco y eso es lo que más me gusta”; no podías encontrar la diferencia entre un homosexual y una mujer al momento de encarar a los muchachos guapos, eran los mismos receptáculos de toda la furia y vida que habitaba entre las piernas de esos bellísimos mastodontes.
Tú en la ciudad de los guapos: Tu que cargabas con la anemia, el hambre de días pasados por pastas mal cocidas y largas caminatas que laceraban tus ganchudas y torcidas piernas. Las estaciones pasaban, y te planteabas cómo aplastaría uno de los trenes a tu cuerpo (la espera, los instantes en que serías arrastrado por esa indiferencia de hierro) y te sugeriste que el embate era igual a la compasión que ella profesaba por ti.
Se dirigían al departamento en el que dormías. Allá encontrarían cientos de copias desparramadas por el piso, un plato con restos de huevo revuelto que olvidaste lavar aquella mañana y ella te diría que organizarán todo un poco: Todo futuro próximo era una virtualidad.
La estación llegó y tú le moviste la cabeza, ella tomó tu mano como si fueran novios. Aún no tenía la energía suficiente para decirte adiós con la misma tranquilidad con que se quitaba la ropa cuando quedaban solos y sin nada más que hacer.
Aszeta

1 comentario:

Addiction Kerberos dijo...

Tanto las maricas como las mujeres comparten ese cínismo fulminante de regocijarse en las pollas que las han castigado. Creer en el amor trascendental y sublimado es prestarse al embate metálico de una carrera vertiginosa de piernas que se pierden en la falsa luz enceguecedora de un hermoso rostro que jamás será el nuestro, tan pobre, tan venido a menos.

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